lunes, 16 de marzo de 2009

Empatía


“Hola, soy una madre, qué importa de dónde. Tengo cinco hijos como cinco tesoros. Dos son pequeñitos, otros dos adolescentes y el mayor tiene 19 años. Como andaba perdido en la vida y no tenía trabajo, mi niño grande decidió emigrar. Es muy duro para una madre ver a un hijo irse de casa en busca de un futuro incierto y con una mano delante y la otra detrás. Nuestra familia es muy modesta, pero en nuestra mesa nunca ha faltado un plato de comida, sobre todo porque cultivamos un pequeño huerto. Sin embargo, no sé si mi niño come bien allí donde está.

Cuando me escribe cartas o me llama por teléfono, siempre dice que le va bien, que tiene a gente que le ayuda, que trabaja mucho para enviarnos dinero, y siempre se ríe y me anima diciéndome que volverá pronto. Pero yo no le creo. Es mi hijo y le conozco, así que sé que en sus palabras hay algo de mentira, aunque nunca me cuenta los problemas que seguro tiene. No tiene que contarme nada para que yo sepa que es muy difícil, que nos echa de menos tanto como nosotros a él y que la gente de ese país no es toda tan buena como la pinta, porque gente mala hay en todas partes.

A veces a mi hijo se le escapa la tristeza por la boca y, a pesar de que intenta disimularlo para no preocuparme, yo lo noto. Es en esos momentos cuando no puedo más y le digo que vuelva, que aquí seremos pobres pero vivimos felices, que no merece la pena sacrificar el presente por un futuro que ni siquiera sabemos si llegará.

Lloro y él me dice “Mama, tienes que ser fuerte, yo llevaré dinero, yo no volveré sin nada”. Entonces me calmo un poco para que no se preocupe, pero en cuanto cuelgo el teléfono, sigo llorando.

Es muy duro para una madre tener un hijo emigrante”.

Este texto es ficción. Cualquier parecido con la realidad es posible y probable.

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